De Bowie a Bad Bunny: la evolución del vestir sin etiquetas
- Aniela Remorini

- 15 oct
- 4 Min. de lectura
Entre la estética y la identidad, la moda se vuelve el terreno más fértil para repensar el género.
Imaginá abrir tu placard y encontrarte con una camisa de seda que antes te parecía “demasiado femenina” o un blazer con moño que parece sacado de una alfombra roja. ¿Qué sentís? ¿Incomodidad, curiosidad, entusiasmo? Esa sensación, aunque simple, refleja algo profundo: lo que creemos que es masculino o femenino ya no encaja en la rigidez que nos enseñaron.
Durante siglos, la moda nos dividió en códigos estrictos: trajes oscuros, cortes rectos y zapatos cerrados para ellos; vestidos, tacos y colores pastel para ellas. Eran reglas que, en su momento, tenían sentido social y cultural. Pero también limitaron la expresión: hombres que no podían usar rosa, mujeres que no podían llevar pantalones “de hombre”. Hoy, estas fronteras se desdibujan, y con ellas, la posibilidad de reinventarnos a través de la ropa.
La historia y la ruptura de los moldes
No es la primera vez que la moda desafía los estereotipos. Pensemos en David Bowie, Prince o Yves Saint Laurent: todos jugaron con lo que se esperaba de ellos según su género. Cambiaron la percepción de la masculinidad y la feminidad, mostrando que la ropa podía ser un vehículo de identidad, no solo de función.
En la actualidad, diseñadores como JW Anderson o Harris Reed llevan esta idea a otro nivel, proponiendo colecciones fluidas, donde la suavidad y la delicadeza se mezclan con la estructura y la fuerza. Es la moda contemporánea hablando un idioma nuevo: uno donde lo masculino y lo femenino no son opuestos, sino notas distintas en la misma melodía.

Qué significa “masculino” y “femenino” hoy
Durante siglos, la cultura nos enseñó a dividir: lo femenino como sinónimo de suavidad, delicadeza y emoción; lo masculino, como fuerza, rigidez y autoridad. Pero esas asociaciones no son naturales: son construcciones culturales que moldearon no solo cómo nos vestimos, sino también cómo nos comportamos, qué sentimos permiso de mostrar y qué debemos esconder.
La moda actual viene a desafiar esa estructura. Hombres con uñas pintadas, collares o transparencias prueban que la delicadeza no debilita, sino que amplifica la presencia. Mujeres con blazers estructurados, cortes rectos o tonos “masculinos” demuestran que la fuerza también puede ser elegante y sutil. La ropa se vuelve así un espacio de experimentación, donde cada persona puede mezclar códigos, reapropiarse de símbolos y construir una estética que responda a quién es —no a lo que se espera que sea.
Durante mucho tiempo, la masculinidad se edificó sobre la idea del control: del cuerpo, de las emociones, del entorno. Ser hombre implicaba no mostrar fragilidad, no temblar, no quebrarse. Pero esa rigidez, tan aplaudida durante siglos, empieza a resquebrajarse.
Hoy hablamos de los “nuevos gentle hombres”: hombres que incorporan lo femenino en su estilo no como una renuncia a la fuerza, sino como una forma distinta de ejercerla. Porque hay un tipo de poder en la vulnerabilidad, en el permiso de ser suave, en reconocer que la sensibilidad también es presencia.
Esta nueva masculinidad no imita lo femenino: dialoga con él. Lo integra. Entiende que lo femenino no es su opuesto, sino su contraparte, una energía que complementa y humaniza. Lo vemos en la ropa, sí, pero también en la manera de moverse, de hablar, de vincularse. La suavidad deja de ser amenaza y se convierte en virtud: una forma de estar en el mundo más empática, más libre, más real.
La moda, entonces, deja de ser un uniforme de género y se transforma en un lenguaje emocional. Cada prenda puede narrar una historia de reconciliación: entre lo que somos y lo que nos enseñaron a ser. Y quizás ahí radique el verdadero cambio —en entender que vestirnos no es solo elegir qué ponernos, sino atrevernos a habitar todas nuestras partes, incluso las que antes nos dijeron que no podíamos mostrar.
Resistencias y miedos
Pero no todo cambio viene sin ruido. Todavía hay miradas que juzgan, etiquetas que pesan, estructuras que se resisten. La idea de un hombre en falda o una mujer con traje sigue despertando comentarios porque, en el fondo, amenaza el orden aprendido: ese que asocia poder con rigidez, y delicadeza con sumisión.
Y las resistencias no son solo externas. Muchas veces, están dentro nuestro: en el miedo a ser vistos, en la incomodidad de no cumplir expectativas, en la confusión de no saber “dónde encajamos”. Reconfigurar nuestra identidad visual es también una tarea emocional. Por eso, acompañarse, explorar y darse permiso son actos políticos, no solo estéticos.
Vestir diferente puede ser un pequeño acto de revolución. Porque cada prenda que elegís a conciencia —aunque sea una camisa o un color— está diciendo: no voy a dejar que otros definan mi manera de habitarme.
Hoy, artistas como Bad Bunny, Harry Styles o Lil Nas X retoman esa herencia de rebeldía estética. Lo hacen sin pedir permiso, jugando con faldas, maquillaje y encajes como antes lo hacía Bowie, pero desde un nuevo contexto: uno donde la libertad de expresión ya no busca provocar, sino habitarse.


Bad Bunny es una visión de blanco en la MET Gala 2023 con un traje y capa de Jacquemus
La moda como lenguaje de libertad
Redefinir lo masculino y lo femenino no es borrar las diferencias: es liberarlas de su carga. Es entender que podemos ser muchas cosas a la vez —fuertes y sensibles, estructurados y suaves, racionales y emocionales— sin que una anule a la otra.
La moda, en ese sentido, no solo refleja una época; la desafía. Nos invita a preguntarnos: ¿qué partes mías estoy escondiendo por miedo al juicio? ¿Cuántas veces elegí “lo neutro” para no incomodar?
Cuando vestimos desde un lugar consciente, dejamos de pensar en “masculino” o “femenino” como categorías opuestas, y empezamos a habitarlas como territorios que se expanden, que se mezclan, que se reinventan.
Porque al final, la ropa no solo cubre el cuerpo: lo nombra. Y aprender a nombrarnos desde la libertad es, quizás, el gesto más poderoso que podemos hacer frente al espejo.



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